Juan Antonio Molina

Sigilosamente me acerco a una obra de Belén Elorrieta y, sin más, me sumerjo en un mundo de color y de sensaciones a flor de piel. Un mundo sobre el que tanta literatura se ha derramado y que en la pintura de Elorrieta alcanza una maestría con escaso parangón en la tradición artística española y que evoca gloriosos pasajes acompañados por Matisse, por Beardsley, por Bonnard,…

Y es que su pintura es heredera de los más grandes genios del Arte. Aquellos cuyos nombres nunca se pronuncian sin admiración y gratitud inmensas. Su arte no se incardina en procesos más o menos vanguardistas, pseudomodernos o actuales. Sus coordenadas son más nobles, porque se asientan sobre sólidos principios técnicos, sobre el conocimiento profundo del oficio de pintor, sobre una sensibilidad que se desborda en cada mirada, y, en definitiva, sobre esa línea recta que toca a todos y a cada uno de los hitos artísticos, desdeñando -y la historia es la más sabia juzgadora

– aquellas manifestaciones oportunistas y meramente anecdóticas. Por ello artistas como Belén Elorrieta no pueden estar de moda. Están llamados a formar parte de la Historia del Arte y a ver serenamente como los modismos se hacen añicos frente a sus propuestas.

Alguien reflexionó sobre la necesidad de beber de las fuentes clásicas, de los Maestros, ya sea como fruto evolutivo o como fruto dialéctico, sobre todo en épocas de desorientación y grave falta de criterio – véanse los tiempos que corren- y esto es, precisamente, lo que dota de fuerza, de peso, a la creación artística de Belén Elorrieta, que se intuye dotada de una intemporalidad “ad aeternam”, porque responde a una profunda necesidad humana que nada sabe de cambios de siglo, ni de campañas de marketing, sino que nace del libre intercambio estético entre la creación de una obra y su contemplación y disfrute.

Sus paisajes e interiores, aún siendo objeto “per se”, sirven como escenografía a sus personajes, callados, absortos, plenos de amabilidad y ternura. Parece como si el tiempo se detuviera en sus obras y sus figuras nos invitaran calladamente a adentramos en el clímax que magistralmente se recrea. Sus composiciones son de un equilibrio cromático sobresaliente que transforma la realidad por sus ojos y nos conducen a un mundo muy personal, pleno de fuerza expresiva, del que sólo la artista posee la clave y que nos aporta una visión lírica de la cotidianidad, convirtiendo en imperecedero cualquier gesticulación que nace del ser humano.

Pintura, pues, para gozar, para soñar y para seguir creyendo en la plástica como vehículo desbordado de emociones, de sabores y de eterno placer.

Juan Antonio Molina
Director de la Editorial de Obra Gráfica Original “Taller del Prado”.
Madrid, 2002