Javier Cabo

A BELÉN ELORRIETA EN SU CASA DE COLORES

Da gusto esta pintura – una de las más cómodas – donde coexisten los gatos y los pájaros en una paz cromática. Hasta los paisajes, tan acogedores, muestran un grado de humanización compartido por los objetos que acompañan a las figuras.

No llega el espacio para tal riqueza de color; se diría que otro tanto, a menos de rojos y azules, naranjas y carmines, se ha quedado rebosando en la paleta. Los propios desnudos –nada convencionales, de una cercanía antiacadémica- exhiben cálidas carnaciones dignas de un esplendor tropical. Y la factura abunda en superposiciones de capas que asoman o se traslucen bajo los refregados, con colores que ocupan no solo extensión sino profundidad. Hay un color bajo el color que exige hondura a la mirada seducida al primer vistazo.

Belén, como magnífica colorista, apuesta con decisión y juega sin trampas mediante un surtido bien diferenciado, hábilmente matizado en su saturación para ajustarlo a las necesidades de cada caso, mientras en cambio tiende a rehuir las mezclas complejas, los caquis, pardos, beiges y grises que ofrecen a otras sensibilidades el comodín de unas gamas en sordina para apoyar los colores puros amortiguando su contacto. Por su ojo perpetuamente limpio no ha pasado nada turbio, y esa poética pintura se diría siempre enmarcada por el arco iris. Logra así un feliz equilibrio basado en el contraste entre cálidos y fríos, firme pero no violento, característico pero no monótono, y al que prestan contundencia fuertes efectos tonales. Los fondos azules, por ejemplo, ambientalmente densos de penumbra, poseen un vigor extraordinario, no actuando como mero respaldo de las figuras sino ensamblándose con ellas en pie de igualdad. Así se fragua una sólida unidad cromática que sostiene a su vez la composición en la planitud vertical del espacio.

Las figuras, incluso las infantiles, suelen aparecer pensativas, y de hecho los colores no son más expansivos que las formas, lo que templa de contención el despliegue de los primeros.. A veces hasta adoptan una pose levemente hierática, evitando caer en la superficialidad decorativa o una ingenuidad tan ficticia como fácil.

La reducción del modelado, la escasez de semitonos, la suavidad de la iluminación –el color pleno a media luz-, las formas delineadas en un armonioso juego de curvas, les prestan una gran ligereza, resuelta a veces en una auténtica flotación de manchas, como una bandada de globos que hubiera liberado en el jardín de su imaginación.

Y eso que su atmósfera, dada su predilección por los interiores domésticos, es a menudo intimista. Aquí destacan esas habitaciones que suelen aparecer al fondo, con sus puertas bien abiertas, porque no puede haber nada cerrado en esta pintura, tan franca como hospitalaria, donde cada espectador es un invitado y cada cuadro una tarjeta de visita.

En cuanto al proceso pictórico, resulta evidente que Belén logra mantener sesión a sesión, a fuerza de un oficio sin rutina, una bien trabajada frescura, amplia de manchas y segura de toques, insistente en los refregados y fluida en las veladuras.

Deja los bordes abiertos -esos blancos de suavidad algodonosa- aprovechando con decisión la trama del lienzo al pasar el pincel cargado de materia para dar vibración a las formas.

Es también notable cómo su obra –nada menor- en blanco y negro y pequeño formato, que en principio podría considerarse un terreno menos propicio para el desarrollo de su estilo, guarde una consistencia similar. Ante ella sentimos un cambio de carácter, pero no de calidad. Modula los grises de tal modo que reemplazan al color, no perdido sino transformado, o mejor dicho evocado, en un alarde de sobriedad que sirve como certificado a su maestría.

El título de este breve e incompetente comentario –menos análisis que homenaje- menciona una casa de colores. Y de hecho los cuadros de Belén tienen la intensidad y la viveza polícroma de las vidrieras, aunque estén muy lejos de su esquemática rigidez formal. Serían en todo caso unas vidrieras empañadas de cálida emoción y esmeriladas por la caricia aterciopelada del pincel, para una casa a la que mágicamente sirven de ventanas. Me la imagino abriéndolas diariamente, una tras otra, en las paredes de su estudio. ¿Y con qué luz? Con la suya propia, con la prestada por esta pintora al demostrar brillantemente que nada da más luz que la propia mirada.

JAVIER CABO
Pintor